Todos somos Pacheco

Corría el año 1878, cuando el gobernador de Nuevo México, Lew Wallace, le propuso al forajido William H. Bonney, más conocido como Billy the Kid, olvidar todos sus crímenes a cambio de la delación de sus compinches. Pese a que el cuatrero con cara de niño más famoso del Oeste aceptó el trato, el gobernador no cumplió su promesa e intentó arrestarle; algo que sin duda hubiese sucedido si no fuera por la habilidad del forajido para huir de la justicia. Un siglo después, otro Billy El Niño, bautizado como Antonio González Pacheco, también aceptaba el indulto que le ofrecía un gobierno; en esta ocasión, a cambio de nada. Gracias a la Ley de Amnistía de 1977, nuestro carpetovetónico pistolero se salvó de visitar como reo los calabozos donde otrora tanta maña se dio atormentando rojos. El inspector Pacheco, conocido con el sobrenombre de Billy El Niño por la policía política que formaba en los últimos años del franquismo la Brigada Especial Operativa, fue un afamadado torturador, azote de la estudiantina izquierdista que tenía la mala suerte de padecer sus brutales interrogatorios, plagados de golpes, amenazas e intimidaciones. «Su apodo viene porque era de gatillo fácil y hacía ostentación de su arma. Era muy chulo, un exhibicionista que torturaba por placer.», «Lo recuerdo como un sádico terrible.», «Disfrutaba, lo hacía por afición. Estaba encantado de estar allí.», lo describen algunas de sus víctimas. Pero sus hagiógrafos no solo recuerdan sus palizas en comisaria, sino que también le relacionan con, entre otras actividades delictivas, el robo de niños, la organización paramilitar de grupos ultraderechistas, el asesinato de los sindicalistas de Atocha, etcétera; vamos, todo cosas buenas y dignas de contar a los nietos.

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Encuentre las tres diferencias entre ambos Billies.

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Antonio González Pacheco dedica el invierno de su vida a correr maratones.

El inspector Pacheco (sí, en España los villanos se apellidan Pacheco) fue veloz con la pistola y en la actualidad también lo es con las piernas. Obviamente, un gusano perverso como este no podía aficionarse a otro deporte que no fuera el atletismo. Porque para ser corredor popular hay que cumplir unos requisitos imprescindibles: primero, ser tozudo; luego, ególatra; tampoco está de más ser tonto y, sobre todo, carecer de escrúpulos morales, es decir, ser malo. Por supuesto,  El Niño es todo esto y en abundancia. Y como buen maníaco, las marcas personales de sus  últimas carreras  son reflejo esclarecedor de su carácter meticuloso y constante. Por ejemplo, en 2006, el sanguinario sexagenario completó los 42 kilómetros y pico del maratón de Nueva York en cuatro horas y quince minutos. Un tiempo estupendo, se mire como se mire. Esos años, en el Medio Maratón de Madrid hizo dos horas y siete minutos, en una ocasión, y dos horas y ocho minutos, en otra. [En este enlace se pueden consultar los tiempos conseguidos por Billy en sus últimas carrera, amén de otros datos de interés]. Estas marcas son reveladoras del modo de correr y de la propia personalidad de Pacheco. Desde el principio hasta al final de la competición mantiene el mismo ritmo, exactamente la misma velocidad; le da igual que sean 10, 20 o 40 kilómetros, no varía la cadencia de sus zancadas. Esta forma de correr evidentemente no es normal, sino que es propia de obsesos compulsivos y dementes de camisa de fuerza. Para correr, como para torturar, es conveniente mantener un ritmo constante; dosificar las fuerzas es fundamental para que el cansancio no fruste una buena paliza, perdón, carrera.

Para correr hay que ser malvado. De otra manera no se entiende que se dedique tanto esfuerzo a una actividad infructuosa cuyo único premio, en el mejor de los casos, consiste en un plátano pocho y una medalla conmemorativa. El corredor popular es consciente de que nunca ganará, de que por mucho que se esfuerce, por muchos adminículos tecnológicos que adquiera y por muchas pastillas vigorizantes que engulla nunca alcanzará a los negros que le adelantan en los primeros kilómetros. Entonces, ¿qué recompensa obtiene el corredor popular de sus muchos entrenamientos y madrugones? Los más cándidos dicen que corren como medio de conocimiento interior, para averiguar sus límites personales (por ridículo que parezca, con los años he podido leer y escuchar al respecto argumentos incluso peores). Si esto fuera cierto, ¿qué necesidad habría de participar en competiciones multitudinarias? ¿En qué modo ayuda juntarse con otros corredores para autoevaluarse? Obviamente, a nadie le preocupa un carajo saber hasta dónde es capaz de llegar, por mucho que los publicistas de bebidas energéticas se obstinen en repetirlo. La verdadera razón de participar en carreras populares es una mezcla de alambicadas taras mentales (exhibicionismo, puerilidad, inconsciencia, egoísmo, etc.) combinada con una ausencia preocupante de juicio crítico y moral. En estos momentos se me viene a las mientes una anécdota absolutamente verídica que ejemplifica esto de lo que estamos hablando:

Fría mañana de febrero tras acabar un medio maratón. Un hombre de mediana edad llora acuclillado en la meta mientras su compañero de carrera le consuela. Por lo que entiendo, el infeliz se lamenta porque no ha sido capaz de bajar de una hora y cuarenta minutos, «con lo que había entrenado durante todo el año», solloza. Adultos llorando porque no han mejorado su marca personal en una carrera popular de medio pelo… ¿Puede haber algo, al mismo tiempo, más maligno y estúpido y que no milite en el PP madrileño? No, claro que no; yo no me invento nada, tan solo te sujeto el espejo.

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«No mires a los ojos de la gente/ me dan miedo, mienten siempre».

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La última foto que se tiene de Billy.

¿A quién le sorprende, por tanto, que un matasiete del tardofranquismo dedique sus años de decrepitud al jogging y que a sus 67 años no solo corra, sino que lo haga en unos tiempos y distancias dignas de aplauso? Como hemos dicho, Pacheco el Niño cuenta con unas cualidades inmejorables para la práctica de este deporte, empezando por su vileza y acabando por su gusto erótico por el sufrimiento ajeno y propio («Los trotskistas hacéis el amor libre, ¿verdad?», solía preguntar en sus sesiones de martirio). A mí no me pasma, yo ya lo sabía. Yo ya sabía que aquellos que me acompañan en las carreras son sociópatas. Cuando observo cómo se zancadillean y dan de codazos en las salidas; cuando los veo recortar metros por las aceras; cuando siento sus empujones para adelantarme y sus venablos cuando no lo consiguen; cuando escucho sus conversaciones alienadas repletas de chistes infantiles; cuando miro sus ojos y solo percibo frustración y odio, y más allá nada, tan solo un vacío oscuro de cántaro hueco; cuando hago esto, sé que todos son un poco Pacheco. Sé que si hubiesen tenido las mismas oportunidades de torturar que las que dispuso el inspector, no hubiesen sido menos crueles. Los creo capaces de quebrar huesos y marcar nalgares con cinchas de cuero. Alguien que prefiere malgastar una mañana de domingo en correr 20 kilómetros en vez de jugar con sus hijos está capacitado para cualquier iniquidad. En este sentido, el entrenamiento atlético juega un importante papel terapéutico: mientras los corredores populares pierden el tiempo dando brincos en el parque, se les mantiene entretenidos y, lo que es más importante, alejados de la sociedad. Mientras Pacheco corre, no tortura; esta es la grandeza del deporte.

Así que la próxima vez que participes en una carrera, recuerda que a tu derecha trota un torturador; a tu izquierda, un asesino; detrás de ti, un estuprador; delante, un futbolista. Y cuando llegues a casa, te desvistas y metas en la ducha; mírate antes en el espejo y piensa cómo te has convertido en este ser abyecto que eres ahora. Eres malo como Pachecho, cruel como Pacheco, eres feo como Pacheco, solo que él es viejo y, aun así, llega a meta antes que tú. Y eso es lo que realmente te jode, envidioso de mierda, que Billy El Niño es más rápido que tú. Antes de desenfundar, ya estás muerto. ¡Bang!

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